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Recuerdo que mi primera crisis de ansiedad me dio en mitad de una clase de matemáticas, y no es que fuera pro ducida por la tensión a la que me tenían sometida los números y sus múltiples combinaciones, que fue mucha, sino por la presión que ejercía sobre mí la religión. Claro que no hablo de la religión como asignatura sino del adoctrinamiento religioso que se palpaba por cada rincón de aquel colegio y del que nadie podía escapar.
Y fue allí donde exploté por no conseguir asimilar el lavado de cerebro y la exigencia que los educadores ejercían sobre mi cándido pero rebelde espíritu. Ahí sí que puntuaba de verdad la religión para la nota final. Si algo me gustaba de todo aquello era el íntimo momento de la comunión, por eso me tomaba en serio lo de hacer examen de conciencia y reconocer mis faltas y enmendarlas; lo que no entendía era porque tenía que pasarlas por el filtro de un cura que convertía todos mis nuevos descubrimientos en pecados.
Salí del aula corriendo buscando a mi director espiritual, a pedirle que me diera la extremaunción porque creí que me moría. Cuando me abalancé sobre él a suplicárselo, porque para mí no había tiempo que perder, fríamente me separó de su contacto y sin piedad me dijo: “Primero, al confesionario”. Entonces recordé ese habitáculo cerrado, de clausura y pensé: “Allí me voy a asfixiar”. Desesperada corrí a la secretaría, llamé a mi madre que tardó menos en venir de lo que hubiese tardado con el cura en confesarme, no por mis pecados, que serían pocos, sino por el rato que hubiese echado en darle la vuelta a cualquier experiencia propia de la edad hasta hacerme dudar de si realmente había algo de pecaminoso en ella.
De camino a casa tuve la gran suerte de encontrarme con Pedro de Vicente y sus novedosas y milagrosas técnicas de respiración y relajación que consiguieron dejarme plácidamente dormida en mi cama. Fue él el que realmente me dio la extremaunción a otra nueva vida.
Al colegio no volví, perdí el curso ese año y pasé al instituto donde me dieron palos por todos lados porque allí ni la religión ni la cuota mensual puntuaban en la nota final. No aprobé nada. Remonté el batacazo en el nocturno y, aunque algo tarde, mis padres me dieron la oportunidad de estudiar una carrera y, con la seguridad de saber lo que realmente quería hacer, terminé licenciándome.
Desde hace años practico yoga, he aprendido a meditar, a superar mis bloqueos y angustias con la respiración, le he perdido el miedo al pecado que es como habérselo perdido a la muerte y he conseguido que mi interior esté muchísimo más tiempo en paz que en guerra.
De lo que me he dado cuenta en estos días en los que he asistido a las dos comuniones de mis sobrinos es que todavía me queda alguna secuela de aquella forma represiva de impartir la doctrina, porque aun experimentando un deseo profundo de comulgar, pudo más el temor que sentí al comprobar cómo volvía a planear la sombra de la duda sobre mi conciencia y lo que sigo considerando posibles y necesarios errores, en un instante, se volvieron a transformar en lo que la extrema Iglesia sigue llamando pecados.
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